martes, 14 de junio de 2011

La llave de Viterbo


La primera impresión que causa Viterbo cuando cruzas su muralla es que has sufrido un retroceso en el tiempo y te encuentras en un momento impreciso de la historia, completamente imposible de situar si no fuera por las lógicas referencias actuales de tiendas, bares, señales de tráfico, coches o antenas que, si consigues eliminarlas de tu visión y aunque estén presentes no verlas, te sumen en cierta confusión temporal. 


Aunque es una de las principales urbes del Lazio, su aspecto dista mucho del que cabría esperar de una gran ciudad. Sus calles tranquilas y casi vacías son un remanso de paz y se agradece que apenas haya turistas que interfieran en su silenciosa existencia diaria. Ver Viterbo es, en realidad, recorrer sus calles despacio, sentarse en alguna de sus plazas, disfrutar de un buen café. No se le pide más porque no lo necesita, y así es como debe ser.

Su centro se ha sabido mantener ajeno a los cambios o, al menos, esa es la primera impresión que da, no siempre tan real como parece. De hecho, pocas de sus iglesias conservan sus techumbres originales y algunas menos aún, por citar un ejemplo de estos falsos históricos de los que está inundada. La explicación es tan simple como trágica: En 1944 la ciudad fue bombardeada. Desde entonces las reconstrucciones han intentado aminorar la funesta visión del ruinoso panorama, sirviéndose de los materiales salvados de los escombros y de fotografías, pinturas y grabados. Algunas intervenciones no han sido especialmente afortunadas, destacando con especial fuerza el aspecto actual de la iglesia de Santa Rosa, patrona de Viterbo. Pero había que tomar decisiones y entre recrear lo ya perdido o ensayar nuevas soluciones, cada uno optó por una solución entre las dos difíciles opciones, ninguna de ella grata del todo.


La ciudad se complace por haber sido sede papal durante unas décadas en los años centrales del siglo XIII y por ser el lugar de entierro de algunos pontífices, destacando sobre todos los demás al lisboeta Juan XXI, médico y erudito y único papa que Dante consideró digno de mencionarlo en el cielo, que tuvo la mala fortuna de que se desplomase sobre él la techumbre de su estancia, tan sólo ocho meses después de su nombramiento.


Pero si algún edificio de Viterbo tiene una pátina histórica única es la Sala del Cónclave. Precisemos: Del primer Cónclave. La creadora de la palabra “cónclave”. La historia, que parece sacada de una comedia de desastres y situaciones absurdas, una vez escuchada es imposible de olvidar: Los cardenales reunidos para elegir un nuevo pontífice no se ponían de acuerdo con la elección y los meses pasaban sin ningún resultado. Hay que hacer algunas precisiones históricas. Por un lado, eran las décadas previas al periodo de Avignon, donde los afrancesados tenían una fuerza tal que muchos temían lo que poco después ocurrió, el traslado de la Cátedra a Francia. Por otro, el Papado no se asemejaba mucho a lo que hoy en día conocemos como tal, sino que suponía una combinación indisoluble entre el poder supremo de la religión y el gobierno del territorio físico real que suponían los Estados Pontificios. Por lo tanto, había que elegir a alguien que unificase en su persona dos de las mayores responsabilidades de la época y su inclinación política era de vital importancia. Por lo tanto, los cardenales se debatían sin fin entre los candidatos afrancesados y los que no.


Los meses pasaban y habían transcurrido ya nada menos que veintidós cuando se tomó una decisión única y tan original como acertada. Simplemente, se optó por encerrar en una misma sala a todos los cardenales que debían ponerse de acuerdo. Y ahí tenemos el término Cónclave: “cum clave”, “con llave”. Aislados completamente del exterior y sin poder salir, los cardenales siguieron con sus debates, pero ni en esas condiciones tomaban una decisión final. Así que se hicieron necesarias algunas medidas de presión más: cada vez recibían menos comida y, lo más curioso de todo, le iban quitando parte del tejado a la sala para que sintieran las inclemencias del tiempo, el calor, el viento y la lluvia. Al final y tras ocho meses en esas condiciones, se pusieron de acuerdo. El suceso podría haberse quedado en anécdota pero, en cambio, sentó las bases de las normas de elección de los futuros pontífices.


Una pequeña ciudad como Viterbo, que vive en esa imprecisa atemporalidad que confunde y atrae, modificó, a su manera, una parte de la historia gracias a la decisión, tomada un día, de echar una llave.