sábado, 30 de julio de 2011

Las luces de San Pedro

Recuerdo la primera vez que entré en San Pedro. Tenía dieciséis años, bajé de la cúpula y ahí aparecí, en medio de un espacio demasiado vasto para ser comprensible, donde se ha perdido la proporción del ser humano. No recuerdo si había muchas personas pero sí que pensé en su insignificancia, en que, dentro de ese colosal edificio no éramos más que una alfombra que apenas se levantaba del suelo.


Sería mediodía, eran principios de julio y fuera el sol era ya abrasador. Todo ese volumen contenido se encontraba en penumbra y, de pronto, me giré y surgió la magia. Un rayo de sol, de luz divina, de aire dorada atravesaba la Cátedra, el mismísimo trono que atiende la vuelta de San Pedro, y, como la flecha de fuego de Santa Teresa, se clavaba en el suelo, nítida y difuminada al mismo tiempo, etérea e inspiradora. Reconozco que me sobrecogió. La marea de gente que me rodeaba dejó de existir, se acabo el ruido, mis sentidos tan sólo podían percibir ese rayo de oro casi tangible que me fascinó.

Volví a Sevilla con ese bonito recuerdo de San Pedro y aún hoy lo guardo con cariño. Sin embargo, algunos años más tarde regresé con la esperanza de revivir ese momento de tan especialsensibilidad... y San Pedro me defraudó. Ya no pude dejar de ver a la gente, ese tapiz informe que mira a través de su cámara, sin detenerse, que habla, gesticula y distrae. Sus muros sombríos, antes majestuosos, inalcanzables, se me volvieron rígidos y exagerados, y el oro hecho luz había desaparecido. Desde entonces he vuelto varias veces, siempre expectante, deseosa de volver a sentir ese algo sobrenatural,de volver a contemplar ese rayo divino que, como a Santa Teresa, una vez me atrevesó el corazón.


Hace unos días surgió, sin aviso, una esperanza de retorno de esa sensación. No fue mía exactamente, si no a través de los ojos emocionados de mi madre y de mi hermano, que visitaban por primera vez San Pedro. La luz, entonces, no era de oro sino blanca inmaculada, creando diagonales de claridad que invadían la nave. Entonces comprendí que, quizás, San Pedro se brinda en su plenitud tan sólo una vez y que, las demás, sólo se ven a través de la mirada de los seres queridos.